Antonio Castellano Auyanet (Arucas, 1939) se licenció en Derecho por la Universidad de La Laguna en 1963 y dedicó gran parte de su vida laboral a la empresa privada y pública, con largas estancias en Paris y Londres. Durante 25 años trabajó en UNELCO, empresa de la que fue Director de Recursos Humanos(1971-1983) y Presidente (1985-1996). Entre 1983 y 1985 presidió Astilleros Canarios SL (ASTICAN).Fue Consejero de la Caja Insular de Ahorros de Canarias (1983-1988) y Vicepresidente (1985-1988). También fue Presidente de la Asociación Europea de Empresas públicas (1994-1999) y miembro del Consejo de Administración de la Escuela de Altos Estudios Europeos de Estrasburgo, a propuesta del Gobierno Francés. Además de su amplio currículum en el ámbito empresarial, Antonio Castellano ha desarrollado una importante labor como conferenciante y articulista preocupado por la cultura y la sociedad, que ha sido más intensa tras su jubilación en 1999. En el ámbito de la cultura ha destacado como Secretario de la Sociedad Filarmónica de Las Palmas (1970-1981), Director General de la Fundación Auditorio de Las Palmas (1996-1999), Consejero del Centro Canario de Arte Moderno (CAAM) y miembro de la Fundación Pérez Galdós. Es Hijo Adoptivo de la capital grancanaria desde 2003. |
COMPROMISO HUMANO Y CRISTIANO D. Antonio Castellano Auyanet Ex Presidente de UNELCO Leído el 24 de agosto de 2007 en el Pórtico de la Basílica del Pino En cada pueblo o ciudad, la tradición exige celebrar una fiesta anual como evento principal para su propio ámbito o, según los casos, para un entorno comarcal, insular o regional. Normalmente, el motivo es de tipo religioso como la celebración de una Virgen o un santo cuyo patrocinio ha sido establecido desde antiguo. En el caso de Teror, el patronazgo de la Virgen del Pino y su festividad abarcan a toda la isla de Gran Canaria y al conjunto de la Diócesis de Canarias que incluye las islas de Lanzarote y Fuerteventura, en el ámbito eclesiástico. A lo largo de siglos, dichas tradiciones se fortalecen y acaban constituyéndose en paredes maestras o columna vertebral del acervo de cultura y folclore de regiones o países. España ha sido llamada “tierra de María Santísima” y bajo múltiples advocaciones se entrelaza la constelación de santuarios o ermitas que aglutinan a la gente y llegan a convertirse en ingrediente sustancial de la misma identidad de los territorios. En Gran Canaria, la Virgen del Pino ocupa un lugar de privilegio en el corazón del pueblo, en devoción heredada de los antepasados y transmitida por nuestros abuelos, nuestros padres y fomentada en el núcleo familiar. Sin embargo, una célebre intelectual llamó al tiempo “gran constructor” y es cierto que aporta novedades, inventos, progreso y avances. Pero, igualmente, el tiempo también destruye edificios, transforma costumbres y arrasa usos tradicionales que se diluyen en el tiempo y acaban desapareciendo. El tiempo es, por tanto y también, “gran destructor” que borra de las sociedades lo que nunca debió desaparecer. La nueva estructura de la sociedad, la organización del trabajo, los nuevos papeles que se distribuyen, la positiva incorporación de la mujer, el trabajo fuera de casa, los traslados y tantos otros compromisos cambian totalmente el modelo tradicional que pervivió durante siglos y llegó hasta hace unos cuarenta años, en que salimos de una cultura esencialmente agrícola para instalarnos en la comercial, industrial y de servicios. Es una regla inexorable del paso del tiempo y de la vida moderna cuyo ritmo se acelera sin cesar. Un poeta inglés de nuestro tiempo dijo que “el tiempo que nos regala es el mismo que nos despoja”. Y es una evidencia innegable que cuanto más vivimos, menos nos queda. No cabe entristecerse sino aceptar con realismo la brevedad de la vida y su carácter pasajero, decididos a llenarla de bondad, solidaridad con los demás, compartir alegrías y penas y trabajar sin descanso por un mundo mejor. Pero, reflexionemos unos momentos sobre lo que es la fiesta en una comunidad como un pueblo o una ciudad. La esencia de la fiesta está en la voluntad de convivencia, encuentro, camaradería y sana diversión. Se trata de un evento que se reproduce una vez cada año para compartir alegría, cercanía, afecto, recuerdos y proyectos personales. Los actos festivos, la música, los espectáculos o los fuegos artificiales son el decorado de la alegría por volvernos a ver en el que cuaja el deseo de poder repetir ese contento. La fiesta ha de ser un acto de noble humanidad del que se destierre cualquier exceso o desmesura. Ha de ser la ocasión para la camaradería entrañable que deje el buen recuerdo y la esperanza del reencuentro. La fiesta del pueblo o la ciudad debe resultar la gran Plaza de la concordia que se abre y agranda para acoger en un gran abrazo a toda persona de bien que sólo busque la pacífica y gozosa confraternización que une y no divide. La naturaleza, sin duda, ha privilegiado a Teror como sagrario que encierra la imagen querida de nuestra madre la Virgen del Pino. La orografía que combina la fiereza de sus riscos con la suavidad de las colinas todo cubierto con el manto feraz de la arboleda, la joya del Pico y el Jardín de Osorio, los ejemplares centenarios que cortejan carreteras y caminos, el sitio de la Laguna o la fuente del Agua agria, evidencian el mimo con que el Creador adorna el santuario de nuestra Madre por antonomasia. Además del amor que profesamos a nuestra madre natural que nos dio el ser y nos parió y crió, los grancanarios aprendimos desde nuestro aterrizaje en este mundo que hemos de querer a la otra madre del cielo y que es la Virgen del Pino. Tal veneración ha de traducirse en ternura, respeto y lealtad hacia la Virgen todos los días de nuestra vida. Muchos lo vimos en nuestras casas y lo aprendimos de nuestro padre y nuestra madre. Es algo especial que brota en el pecho al recordar o nombrar a la dulce madre del Pino que, como dice la canción, “sus labios no se movieron y sin embargo, me habló”. Ojalá que el último pensamiento al expirar sea el recuerdo de la dulzura maternal de la Virgen del Pino. En el relato evangélico, la figura de María, madre del Señor, aparece con mucha discreción y en momentos muy contados. Centrémonos en dos de tales momentos: la visita de María a su prima Isabel y las bodas de Caná. Isabel, ya entrada en años, está embarazada. En su vientre, lleva a quien sería Juan el Bautista. Al mismo tiempo, María, porta ya en su seno a Jesús el Mesías. Cuando supo que Isabel estaba en estado de buena esperanza, María no dudó en irse a visitarla y acompañarla y se echó a caminar hacia Ain Karin, en un impulso desinteresado de caridad y solidaridad con su prima. Por otro lado, en las bodas de Caná a las que asistía la Virgen, en un momento dado, se acabó el vino. Con su modestia proverbial, María percibe que se había acabado el vino y que los anfitriones podrían quedar en evidencia. Discretamente, dice a su hijo, Jesús: “no tienen vino” y el agua de unas tinajas se convierte en vino de mejor calidad que el que se había servido. Finura y delicadeza de María para solidarizarse con su prima Isabel así como con los novios y sus padres. Cuando hace falta, ella se implica y actúa y con su generosa disponibilidad nos marca el camino y la pauta a seguir con los demás, especialmente con los más necesitados. A lo largo de veinte siglos, la doctrina cristiana se ha difundido por el mundo, según la época y los lugares en que se ha predicado el mensaje del Señor Jesús. Como cualquier aventura humana, esa singladura atravesó etapas contradictorias. Unas veces, se fracasó por la excesiva implicación de la Iglesia con los poderes terrenales e, igualmente, por la corrupción de sus líderes. La historia exhibe pésimos ejemplos de guerras de religión, de enriquecimiento obsceno y de intransigencia absurda que llevó a la horca o la hoguera a quienes se estimara como herejes o desviacionistas: las Cruzadas y la Inquisición figuran entre las páginas más negras de la ejecutoria eclesiástica. El dogmatismo de sus posiciones provocó la ruptura de la unidad y la separación de muchos fieles que constituyeron las distintas corrientes de la Reforma Protestante y potenció la radicalización ideológica de las posturas de Roma. La Ilustración del siglo XVIII; La Revolución Francesa con su enseña de “libertad, igualdad y fraternidad” y la derrota del “Antiguo Régimen” sentenciaron el distanciamiento entre la Iglesia y la nueva sociedad civil, la libertad de pensamiento y la implantación de las democracias. El siglo XIX acunó el despertar del constitucionalismo que, junto a la revolución industrial, concluyeron en la separación de la Iglesia y el Estado. Tras el duro comienzo del siglo XX con la aparición de los fascismos y las dos terribles guerras mundiales, el progreso de la ciencia y la experiencia de lo sufrido, hicieron posible la firma, en 1948, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, luego, los Tratados que la actualizan y concretan, configuran un verdadero código que consagra la igualdad de todo ser humano en cualquier lugar del mundo. De hecho, tal Declaración Universal coincide con los principios cristianos y fue ratificada, también, por la Iglesia. De ese modo, la Iglesia y la Sociedad Civil confluyen en el delta del respeto esencial a la sagrada dignidad de toda mujer, todo hombre, todo niño o todo anciano en todo tiempo, todo lugar y toda circunstancia. El mundo en que vivimos encierra inmensas posibilidades para convivir en paz sin diferencias esenciales: sin el egoísmo, la codicia y la ambición por acumular bienes, lujo y comodidades, habría para todos. Pero seguimos invitando a nuestra mesa al hambre, la peste, la guerra y la muerte: los cuatro eternos y fatídicos jinetes del Apocalipsis. Pasan los siglos y no queremos enfrentarnos de verdad a esas realidades. El filósofo Simon Burke afirma que “lo único que necesitan los malos para triunfar, es la pasividad de los buenos”. Todos somos culpables, por indiferencia y pasotismo. Todos tenemos que implicarnos en la lucha por un mundo mejor. Preguntémonos ¿quién es hoy el sujeto de la pasión en que consiste la vida humana? ¿Quién es el traicionado, detenido, torturado, condenado sin pruebas, llevado a una muerte injusta en una guerra horrorosa y cruel? La respuesta es sencilla: ese sujeto es cualquier ser humano que tenga hambre o sed; el desterrado, el exiliado, el marginado, el inmigrante sin papeles, los explotados, los sometidos a cualquier tiranía, los que nunca han recibido un gesto de cariño; los olvidados, los ancianos, los discapacitados, los enfermos terminales o los dependientes. No hay que ir muy lejos. Están a nuestro lado. Sabes que sufren el dolor de la soledad y el abandono, la tragedia familiar, el miedo al futuro o la falta de algo tan necesario como un poco de respeto y cariño. Cuánta gente pasa años sin recibir un apretón de manos, alguien que, con un simple gesto, arranque una sonrisa a una cara que había olvidado sonreír. Del Nuevo Testamento se deduce que el prójimo, sea quien sea, ha de ser el obligado referente de toda nuestra actuación en la vida. Estamos en este mundo para los demás, para que todos vivamos decentemente. En nuestro tiempo actual, surge una corriente filosófica que desarrolla la teoría de la “alteridad” que refiere todo a la relación de solidaridad con “el otro”. De hecho, el Evangelio ya lo dice desde hace veinte siglos. Jesucristo lo formuló en pocas palabras: “un mandamiento os doy: que os améis”. Un solo mandamiento, uno sólo: el del amor a los demás. Y recordemos que el catecismo que aprendimos de niños, tras la relación de los diez mandamientos de la Ley de Dios, afirmaba: “estos diez mandamientos se encierran en dos: en servir y amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Definitivo, conciso y paradigmático. Ésa es la Ley y los Profetas. Hemos de confirmar con nuestras obras que “yo no soy yo, si no soy tú” y “tú no eres tú si no eres, también, yo”. Aunque no lo parezca, ésa es la primera y principal obligación de nuestra vida. Se trata de la más radical condena del egoísmo, la mezquindad, la codicia, la explotación el desprecio a los otros. Dice San Vicente de Paúl que “el verdadero cristiano abre los brazos y cierra los ojos”. Primero te abrazo y, luego, te pregunto quién eres. Primero te reconozco como persona y luego hablamos sobre cómo ayudarte. ¡Qué ocasión tenemos con los pobres inmigrantes que se juegan la vida para comer y sobrevivir! Son tan hijos de Dios como tú y yo. Hijos de padre y madre como nosotros. Ojalá que todo transcurra en paz y sin accidentes para que volvamos a casa satisfechos por disfrutar de unos días afianzando y renovando el compromiso de lealtad con la Santísima Virgen del Pino “en amor y compaña”, como dice nuestro refrán tradicional. |
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