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APUNTE 02/03/2012

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¡Qué bien se come en Tenerife!
Por Gonzalo Ortega


Dicen que los británicos forjaron su imperio huyendo del tiempo y de su horrenda gastronomía. En cualquier caso, nadie duda a estas alturas de que lo culinario forma parte de la cultura de los pueblos, sencillamente porque el buen comer produce deleite y también porque guarda una relación manifiesta con la salud.

La cocina y todas las circunstancias complementarias que giran a su alrededor han alcanzado en los últimos años un estrellato indiscutible en España y también en otros países. Hoy se venera tanto a los grandes cocineros (José Mari Alzac, Ferrán Adrià, Pedro Subijana, Santi Santamaría, Carme Ruscalleda, Martín Berasategui, Karlos Arguiñano, José Andrés…) como a los artistas famosos de la farándula o a los políticos de renombre. Tan es así, que la cocina ha llegado a ser ya materia universitaria: hace poco se abrió la primera Facultad de Gastronomía en España, concretamente en San Sebastián.

Entre nosotros, los canarios, no existen grandes estrellas de los fogones, acaso en consonancia con la modestia de la cocina regional. Nuestra condición de pueblo joven y la elementalidad de nuestro agro insular han dado como resultado una cocina discreta, algo elemental, dicen que muy sana, en la que por razones evidentes reina sobre todo el pescado. 

Ahora bien, entre las distintas islas existen diferencias gastronómicas considerables, las cuales son hijas de distintos factores. Así, más allá de la rivalidad interinsular, suele haber un cierto consenso acerca de que en Tenerife se come muy bien, si establecemos una comparación con las restantes islas y particularmente con la nuestra. ¿Es esto cierto? Y si lo es, ¿a qué se debe?

Veamos: el modelo económico de la Isla Picuda es fundamentalmente agrario. Esto ha hecho que en sus zonas rurales se haya fijado una parte muy importante de la población. En cambio, en la macrocefálica Gran Canaria, la otra isla capitalina, se ha desarrollado sobre todo la vertiente comercial. Por eso ha crecido tanto, en detrimento de las zonas rurales, su capital, Las Palmas de Gran Canaria. En alguna medida, esto explica la gran cantidad de restaurantes y bochinches (guachinches en terminología chicharrera) que existen en Tenerife. Tales establecimientos acostumbran a estar regentados por familias enteras, que por ello mismo no tienen que pagar seguros sociales, lo que les permite reducir los costes. La fórmula, a partir de aquí, es bien simple: platos caseros tradicionales a precios muy razonables. Y todo ello aderezado con el buen vino del país, otro de los secretos del éxito de estos establecimientos. Esto explica la proliferación de estos negocios —surgida al calor de su viabilidad económica—, algunos de los cuales abren solo hasta que se les agota el morapio de la cosecha propia, otro ardid inteligente para sortear impuestos.

Tenemos, así, una isla, Tenerife, con categoría de emporio gastronómico y con restaurantes ubicados sobre todo en el ámbito rural. Por otro lado, estamos ante otra isla, Gran Canaria, con escasos restaurantes en las zonas rurales y una miríada de ellos sitos en la capital. Este panorama, junto a otros ingredientes como el verde casi perenne del norte de Tenerife y una cierta nostalgia de un pasado rural idealizado, es lo que explica que verdaderas legiones de grancanarios viajen a la isla de enfrente (ahora, con la crisis, algo menos) alentados por un resorte fundamentalmente gastronómico.

Pero hay más: la especialización ha sido y es otra de las claves del éxito gastronómico que comentamos: en Tenerife, a la hora de la manduca, se eligen los restaurantes muy a menudo en función de lo que a uno le apetece comer: garbanzas, bacalao con papas “del ojo enterrado” arrugadas, carne de cabra, costillas, puchero, calamares a la romana, carne con papas, fabada, carnefiesta, conejo en salsa, carne a la brasa, pescado fresco, pescado salado, etc. El mayor cosmopolitismo de Gran Canaria, que tantas ventajas sin duda representa en el plano de las mentalidades, ha arramblado en buena medida con nuestras tradicionales señas de identidad gastronómica. Asistimos, por ello, a una cocina con menor personalidad, más urbana y tocada no poco de “internacionalismo” o, cuando menos, de “peninsularismo”. Estamos pensando todo el tiempo, claro, en una cocina al alcance económico de la mayoría de la población, y no en una suerte de “elitismo gastronómico”, que de eso saben demasiado algunos enclaves culinarios de aquí. 

La imagen de muchas familias grancanarias comiendo en un paraje campestre en torno a un mantel extendido en el suelo es muy significativa a este respecto. Sobra decir que dicha estampa apenas se ve en Tenerife: sencillamente sale más barato comer cómodamente sentado, aunque sea en un bochinche de mala muerte o en un tabernucho “de chochos y moscas”. En contraste, la cocina urbana de Santa Cruz de Tenerife, salvadas las excepciones de rigor, sestea en su mediocridad, incapaz de competir con la gran oferta de los restaurantes rurales.

Ustedes me disculpan si les he abierto el apetito más de la cuenta.

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