Sin categoría

APUNTE 28/02/2012

el_apunte_cabecera

Nostalgia Frutera
Por Gonzalo Ortega


Además de las papas y los cereales, con el millo a la cabeza, en Teror, típico municipio de medianías, se ha venido cultivando desde tiempo inmemorial una notable diversidad de árboles. En especial nuestras personas mayores atesoran un bagaje cultural impresionante que tiene que ver con las distintas especies arbóreas que aquí se dan, con sus frutos y con las distintas variedades de estos. Así, por ejemplo, se conoce la época del año en que se recolecta la fruta (desde los nísperos hasta las nueces y las naranjas), se sabe el árbol que más agua demanda y el que menos, se le teme a la sombra que algunos de ellos proyectan (como sucede con la higuera), se tiene una clara noción de qué especies crecen pronto y cuáles lo hacen con más lentitud (“el nogal y el castañero ─se decía─, que los plante tu abuelo”), etc. Nuestra toponimia local testimonia también este pasado adscrito a nuestra flora frutícola: Los Morales (en Arbejales), Los Naranjos (en Las Rosadas), El Castañero Gordo (en el Barrio del Pino), entre otros muchos.

En la dieta austera de nuestros abuelos, la única fruta que podía consumirse, si exceptuamos los plátanos llegados de la costa, era la que aquí se producía: primero los nísperos; luego las cerezas, las ciruelas, las peras y los membrillos; a continuación, los higos y los tunos; después, las manzanas; y finalmente, las castañas, las nueces y las naranjas. Claro que esta es una relación nada exhaustiva de las frutas terorenses, pues hemos sacrificado, por ejemplo, las uvas, las moras, los caquis, los albaricoques, los duraznos o los guayabos y guayabas, que también constituían exquisitos manjares que los urbanos de entonces nos envidiaban. ¡Qué oloroso bodegón, Dios mío! Por eso, en el tiempo en el que tenemos varados nuestros recuerdos de la niñez, era común obsequiar con cestos de fruta, primorosamente seleccionada, a los médicos, a los abogados y a otros connotados profesionales liberales de la capital, para tenerlos propicios.

Luego estaban los distintos tratamientos culinarios de que algunas de estas frutas eran objeto: por ejemplo, las peras podían aparecer en potajes y pucheros; los membrillos, además de servir lisa y llanamente para dar olor en cocinas y roperos, se empleaban para hacer el riquísimo “dulce de membrillo”, para el que había que tener mucha mano; las castañas eran tostadas en los famosos “finados”, que allá por el “mes de los santos” impregnaban con su inconfundible olor el ámbito hogareño de muchas familias de Teror…

Cuando comenzaron a importarse ciertas frutas de la Península, las nuestras de siempre sufrieron una humillante relegación. Se pudo intuir hasta alguna lágrima entre nuestros perales o manzaneros más despechados. Entonces, solo nos quedaba una razón para defender la fruta del país: la de que la foránea no podía competir con la nuestra en lo concerniente a sabor. Pero la gente, incluyendo a muchos de nuestros paisanos, se acostumbró, de un modo que tenía y tiene algo de aberrante, a comer más con los ojos que con la boca, más con la vista que con el gusto. Por eso, nuestros árboles de siempre, que como nosotros se han ido haciendo irremisiblemente viejos, han visto sobrevenir su declive. Las nuevas generaciones, más inclinadas al yogur y la hamburguesa que a la fruta y la verdura, se han negado a heredar este legado, que de seguro suponen proveniente de los tiempos de la indigencia y las penurias. Ya hoy son raros en nuestras orillas los guayaberos, los caqueros o los morales, y crecientemente se tiene por afortunado a aquel que posee uno de estos árboles en sus muladares o en sus huertas. En contrapartida, algunas frutas nuevas, como los aguacates, los mangos, los kiwis o las chirimoyas, han venido a enriquecer últimamente nuestra despensa frutera. La muchachada de ahora, ya decimos, con las honrosas excepciones de siempre, no parece interesada en el asunto, pues de otro modo debería ponerse a la tarea de replantar, en nuestro cada vez más escaso suelo agrícola, aquellas especies que el tiempo ha colocado al borde de su virtual desaparición. Quien suscribe ya se ha puesto a la tarea. Por eso cuando regalo algo, en lugar de brindarles a los amigos y familiares, pongamos por caso, una botella de güisqui, una caja de herramientas o un frasco de colonia pregonada a los cuatro vientos por la publicidad, los obsequio con un árbol frutal adquirido en un vivero. ¡Nunca se sabe…!

Compartir en redes sociales