Teror y sus plantas ornamentales
Por Gonzalo Ortega
Debo aclarar de entrada que los datos realmente interesantes que alberga este artículo me los ha proporcionado una anciana terorense de ochenta y seis años, quien siempre desplegó una pasión sin límites por nuestras plantas ornamentales y a quien le agradezco su entusiasta colaboración. De manera que, en esta oportunidad, quien suscribe va a actuar de simple amanuense.
Nuestras madres y nuestras abuelas poseían unos conocimientos apabullantes sobre las plantas ornamentales que se “daban” en Teror. Los patios y muladares de nuestras casas de campo estaban atestados de macetas, latas y cacharros reutilizados (de aceitunas, de aceite, de pastillas, de leche en polvo, etc.), que exhibían todo un muestrario multicolor de estas plantas. Entre las distintas “flores”, que esa era su denominación genérica, las había de interior o “de dentro”, de exterior, de sombra, de sol, de jardín…
En general, había plantas de interior y plantas de exterior. Entre las primeras, destacaban los helechos o helechas: “de nido”, “de pluma”, “de a metro”, “de mimbrera”… Muchos de estos se cultivaban, y aún se cultivan, en jardineras o cestos colgantes. También los había de exterior, como el helecho “de esqueleto”, “de eucalipto”, “de cartón”, “portugués”, “sencillo”, etc. En el interior se daban también las teresianas, los culantrillos, etc.
Pero la inmensa mayoría de las plantas, con o sin flores, se daban en el exterior, unas al sol y otras a cubierto del astro rey. Entre ellas, destacaban los rosales (de terciopelo, de cochafisco, españoles), los geranios (de galletas, normales) (por el norte de nuestra isla a los geranios los llaman “melindros”), las begonias (de esperma, preciosidades), los crotos, las hojas manchadas, los cactus (de ombligo, de cigarros puros), las cintas (o malas madres, “porque expulsan a los hijos”), los espárragos, las violetas, los pensamientos, las azucenas, las margaritas, los claveles, las gardenias, las orquídeas, los jazmines, los dragos (no confundir con el árbol del mismo nombre), las espuelas, las petunias, los periquitos, los tulipanes, los heliotropos, los anturios, los lirios, los nardos, los gladiolos, las lluvias, las espuelas, los copitos de nieve, las mimosas, los clavos de Cristo, las bellas luisas o crisantemos, etc.
Finalmente, entre las plantas cultivadas en jardines o arriates, muchas de ellas arbustos, estaban, entre otras, la flor de Pascua, los embelesos, los hibiscos (bibiscos) (que en otros lugares llaman “marpacíficos”), los malviscos o malvaviscos, los copitos de nieve, las enredaderas de papel o papeleras (buganvillas), los mimos, los galanes, los ficus, las flores de mundo (hortensias), las siemprevivas, las pasionarias, las calas (orejas de burro), etc.
Naturalmente, esta lista no es completa, pero sí representativa de las plantas ornamentales de Teror.
Entre nuestros recuerdos infantiles, tenemos uno prendido de manera indeleble a nuestra memoria: cómo las helechas de a metro solicitaban de nuestras mujeres un cierto funambulismo a la hora de ser regadas.
Reseñemos también que una de las tareas domésticas, como lavar, planchar, hacer las camas, barrer los patios o hacer la comida, era regar con esmero las flores, especialmente, claro, en verano. Si alguien se ausentaba por alguna circunstancia (un internamiento en un hospital o un viaje prolongado a la capital), solía dejarle la llave de su casa a alguna vecina, para que le “regara las flores”.
En una época en la que las floristerías no existían ni en la imaginación más julioverniana, todo lo que reclamara flores se nutría de los “jardines caseros”: enramar una cruz, hacer una corona, regalar un ramo… En paralela respuesta, hoy día ha surgido toda una industria de la ornamentación doméstica (invernaderos, viveros, agencias de interiorismo…), que suple, al menos parcialmente, las prestaciones de nuestros patios y jardines de antes.
En nuestro entorno, había hasta una sana competencia por formar, con paciencia y primor infinitos, un patio de flores que rivalizara con el de las vecinas, las cuales se solían intercambiar “gajos” para diversificar e incrementar los ejemplares de cada patio o jardín particular. Para que estos esquejes pegaran o prendieran, había quien tenía mucha “mano”, hecho que se ponderaba en los lavaderos y en otros espacios de convivencia vecinal.
Hoy día, la conformación de las nuevas viviendas, muchas de ellas sin patios abiertos, por un lado, y la incorporación casi general de la mujer al mundo del trabajo, por otro, han supuesto que este renglón de nuestra cultura tradicional y popular haya experimentado una regresión muy notable, seguramente irreversible.
Por cierto, la señora que me proporcionó los datos centrales de este “apunte” de hoy es mi madre. Hasta la próxima semana, amigos radioyentes.
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