El Cardenal Pacelli. Un Papa en Gran Canaria
Por José Luis Yánez
Eugenio María Giovanni Pacelli nació en la ciudad de Roma en 1876, en el seno de una familia relacionada desde tiempos inmemoriales con el servicio del Santo Padre. Su progenitor, Filippo Pacelli, era el decano del colegio de abogados del Vaticano. Después de una estricta formación y preparación fue ordenado sacerdote el año 1899. Posteriormente comenzó una carrera tenaz y constante de ascenso en los intrincados vericuetos del poder vaticano -ya en 1917 era designado Nuncio en Baviera y arzobispo titular de Sardes- que culminó con su nombramiento en 1920 como primer Nuncio ante la República de Weimar, donde años de trabajo dieron su fruto en 1929 con la firma del Concordato con la Santa Sede. Todo ello, unido a su estricto sentido de la responsabilidad y del trabajo, hizo que Pío XI le nombrara Cardenal y Secretario de Estado del Vaticano, lo que le obligó a retornar a Roma. Posteriormente, su nombramiento como Legado Pontificio le terminó de colocar en un lugar privilegiado en el círculo de confianza del Papa.
En estas circunstancias, cuando en 1934 (con una Europa expectante por el ascenso de Adolfo Hitler, que ya controlaba Alemania tras la muerte de von Hindenburg ese mismo año) se acordó celebrar el Congreso Eucarístico en la ciudad de Buenos Aires, quedaba claro que la representación vaticana en tan importante evento no podía ostentarla otra persona que el cardenal Pacelli. La elección de Buenos Aires se debía al agrado con que el Vaticano acogía la reorganización eclesiástica encabezada por el Cardenal y Arzobispo de la ciudad, Santiago Luis Copello, así como el apoyo que éste recibía del estado argentino, presidido entonces por el coronel Agustín Pedro Justo.
El Congreso se inauguró el 10 de octubre de 1934, y ese mismo día Pacelli recorrió las calles bonaerenses en olor de multitudes, en coche descubierto y acompañado del presidente de la República. Después de cuatro días de sesiones, y con la asistencia de más de un millón de personas, el Cardenal clausuró el Congreso oficiando una misa e inaugurando el monumento conmemorativo (una cruz de 35 metros de altura) entre las calles Dorrego y Alvear de la capital argentina. Luego partió de retorno a Italia.
Al Puerto de La Luz arribó el 29 de octubre de 1934. Su intención era pasar en tierra el menor tiempo posible. Estaban recientes los sucesos de la “Revolución de Octubre” y el miedo se palpaba en el aire. El 4 de Octubre el Comité Ejecutivo Federal del PSOE había decretado una huelga general que en Asturias terminó por transformarse en una verdadera rebelión armada en la que durante dos semanas se vivió bajo una suerte de estado revolucionario ajeno al Gobierno legal. Aunque a fines de mes todo estaba controlado, Pacelli se mostraba remiso a consentir las muestras de bienvenida con que los grancanarios querían obsequiarle y tuvo que ser necesaria la intervención de don Agustín Graziani, italiano afincado en la Villa, para que aceptara la propuesta de subir a Teror en visita a la Patrona de la diócesis. A la Villa llegó, con las calles repletas de terorenses que no paraban de vitorearle; subió al Camarín de la Virgen, oró, pasó a disfrutar de un corto descanso en el Palacio del Obispo y partió rápidamente hacia la ciudad de Arucas. Aquella misma tarde salía del puerto de La Luz. Dicen que meses más tarde, en declaraciones al periódico L’Osservatore Romano, dejó clara la profunda impresión que la visita le había producido: “a los pies de la Virgen del Pino había tenido la suerte de poder palpar el entusiasmo del alma católica española”.
El 12 de marzo de 1939 el Cardenal Eugenio Pacelli era elegido sucesor de su benefactor. Por respeto hacia él eligió su mismo nombre y S. S. Pío XII rigió los destinos de la Iglesia durante 19 largos y convulsos años, cargados de hechos desgraciados para la historia de la Humanidad.
Como ningún evento de esta vida, por muy fastuoso y organizado que sea, se queda sin su toque de descontrol anecdótico, quede aquí constancia de que cuando el Excelentísimo Legado Pontificio salía de la Villa en dirección hacia Arucas, un elemento sedicioso (que en el Teror de la II República se cocían muchos enfrentamientos soterrados) introdujo en las masas un grito que al cabo de un rato y casi sin darse cuenta repetían muchas de las personas que despedían al Cardenal. La jubilosa despedida de “Viva el Papa” fue sustituida por la de “Vivan las papas”, que al momento corearon inocentemente gran parte de los presentes; y Pacelli salió de Teror con un coro de canarios gritándole “vivas” a los generosos tubérculos que les daban de comer. Algo que si se considera seriamente pues no estaba tan mal porque para llegar a las glorias celestiales primero tenemos que pasar lo mejor que podamos los sudores terrenales; y las papas, la verdad sea dicha, han ayudado mucho desde siempre en esto a todos los canarios.
¡Saludos a todos los radioyentes de Radio Teror!
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