La Lengua Española en el Contexto Mundial
Por Gonzalo Ortega
Todos sabemos que solo se suele valorar lo que no se tiene o lo que se ha perdido. Decimos esto porque únicamente los hablantes de lenguas minoritarias experimentan en su fuero interno la importante limitación de no poder comunicarse sino con un número reducido de interlocutores. Ciertamente ese no es el caso de los que tenemos como lengua materna el español o castellano, que tanto monta. Tal vez por eso no estimamos lo suficiente, reiterémoslo, la incalculable suerte que hemos tenido.
Como se sabe, son en torno a cuatrocientos millones de seres humanos, repartidos por una veintena de países (incluyendo Estados Unidos), los que usamos como hablantes nativos la lengua de Cervantes y de García Márquez. Huelga decir que la mayor parte de esos usuarios están en América, lo que significa que a fecha de hoy el castellano sea, aunque a algunos no les guste, una lengua básicamente americana. A esa cantidad habría que añadir, en opinión de los expertos, cincuenta o sesenta millones más, que son los hablantes que, teniendo otra lengua como idioma materno, son capaces de comunicarse aceptablemente en español. Si tenemos en cuenta que en el mundo somos más o menos, según datos recientes, siete mil millones de seres humanos y que hay en torno a siete mil lenguas (lo que arroja una proporción media de una lengua por cada millón de personas), es fácil concluir que, en este sentido, los hispanohablantes hemos resultado distinguidos por la diosa Fortuna.
En número de hablantes nativos, solo están por delante de nuestro idioma el chino (especialmente el llamado chino mandarín), que posee unos ochocientos cincuenta millones de usuarios, y el inglés, que está en torno a los quinientos cincuenta millones. Más o menos empatado con el español se encuentra el hindi, que es la lengua más empleada en La India, país lingüísticamente muy abigarrado.
Creamos o no en la famosa “maldición de Babel”, este es el variopinto panorama lingüístico actual de nuestro planeta y esta la posición relativa del español.
Pero la suerte de los hispanoparlantes no termina en estos autocomplacientes guarismos. Podríamos decir, en segundo lugar, que los que hablamos español tenemos la dicha inconmensurable de manejar una de las grandes “lenguas de cultura o de civilización” del mundo. Bastaría con citar una sola obra de la literatura clásica española (pongamos El Quijote, de Cervantes, o El Buscón, de Quevedo) para ponderar la importancia “cultural” del español. Como sabemos, la condición de lengua de cultura está asociada a la representación escrita, al hecho de haber habilitado históricamente un sistema de escritura, de los varios existentes. Esa circunstancia suele concretarse en tres soportes: la existencia de un diccionario, de una gramática escrita y de una ortografía. (Que existan instituciones como la Real Academia Española, con ser un hecho importante, es más bien una eventualidad secundaria.) La versión escrita de un idioma facilita su empleo y su cultivo en la escuela, en los medios de comunicación, en la toponimia, en los tribunales y en los ámbitos científico, administrativo, publicitario y, sobre todo, literario.
Lamentablemente, la mayoría de las lenguas del mundo no disponen de escritura. De ahí que muchos de sus usuarios se vean en la obligación de aprender suplementariamente una lengua de cultura (en diversos países africanos, por ejemplo, esa segunda lengua suele ser el francés o el inglés, antiguas lenguas coloniales), para poder satisfacer algunas de las necesidades comunicativas indicadas más arriba.
En tercer y último lugar, los hispanohablantes disfrutamos de un imponderable atributo de nuestra lengua, como es su notabilísima cohesión interna, su apreciable homogeneidad. En efecto, el español es un idioma cuya diversidad dialectal no es nunca lo suficientemente acusada como para comprometer la intercomprensión entre los individuos que lo tienen como propio, muchos de los cuales presentan una muy distinta adscripción geográfica o social. En sentido contrario, el chino y el vasco o euskera, sin ir más lejos, ostentarían el carácter de lenguas poco cohesionadas, es decir, idiomas entre cuyos hablantes, y por razones sobre todo espaciales, el entendimiento mutuo es imposible o muy dificultoso.
El escritor portugués José Saramago, que en sus años mozos fue herrero mecánico, solía decir que la lengua era para el escritor como la herramienta para su oficio de primera juventud. Esa herramienta había que aprender a usarla y, tras manejarla, había que limpiarla bien cada día, para que estuviera en óptimas condiciones a la jornada siguiente.
Nosotros añadiríamos que los hablantes debemos igualmente ser cuidadosos con esa herramienta prodigiosa que es la lengua. En nuestro caso, esa herramienta lleva por nombre “español”.
Hasta la próxima semana, queridos radioyentes.
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