Tiendas de aceite y vinagre Por Gonzalo Ortega |
Las tiendas de aceite y vinagre son, para muchos de nosotros, una institución idealizada del pasado. Las pocas que van quedando tienen ya el ineludible sabor museístico de las cosas viejas y aun vetustas. A estas alturas de la película resulta difícil explicarles a los más jóvenes el trascendente papel que ejercieron estos comercios en la vida diaria de nuestros pueblos. Intentémoslo, no obstante.
Estos establecimientos eran, en primerísimo lugar, el ámbito de socialización de los vecinos del lugar. En una época en la que las Asociaciones de Vecinos, tal y como hoy las conocemos, no existían ni en la imaginación más clarividente, las tiendas de aceite y vinagre, denominación por cierto algo inexacta y no poco disfemística, constituían, en efecto, el punto de encuentro de la vecindad, donde se producía el intercambio de noticias: las enfermedades, las muertes, los nacimientos, la llegada de algún emigrante, los embarazos extramatrimoniales, los noviazgos recién forjados… En definitiva, que todo el acontecer cotidiano desfilaba por las conversaciones sosegadas que en ellas mantenían los componentes del barrio. En una época en que la mujer apenas trabajaba fuera del ambiente familiar, eran ellas las encargadas de comprar y, por tanto, las que sostenían, con las columnas de sus diálogos demorados, este espacio de convivencia.
Estas inolvidables tiendas de víveres eran surtidas primero por bestias de carga y más tarde por furgones, que a menudo eran los primeros vehículos del barrio, por lo que cubrían a menudo otros cometidos auxiliares esenciales para la comunidad. La confianza y el conocimiento mutuo hacían que en estas ventas hubiera un registro de fiados (“dice mi madre que se lo apunte”, era la consabida consigna materna que acostumbraban a recitar los niños), entre los que no faltaban algunos morosos recalcitrantes, que, a veces, para sortear la deuda, se cambiaban de establecimiento, sumiendo en la más indignada incomprensión al regentador del negocio.
Antes señalábamos que estos lugares tenían esta denominación algo degradante. Ahora debemos indicar que ese nombre resultaba sencillamente impropio, porque tales establecimientos eran también bar, tienda de calzado, mercería, ferretería, almacén de granos y un largo etcétera de otras funciones, que en importante medida obedecían a las dificultades de locomoción de los vecinos del lugar.
Llegados a este punto, podemos preguntarnos cuánto hemos perdido y cuánto hemos ganado con la virtual desaparición de estos reductos de convivencia vecinal. Es claro que, junto a la diversificación de los comercios actuales, son los supermercados los que han asumido buena parte de los servicios que antaño desempeñaban las tiendas de aceite y vinagre. Para mí, acaso un nostálgico irredento, más allá de la asepsia industrial de las “medianas y grandes superficies” y de una mayor capacidad de elección (a menudo mediatizada por la omnipresente publicidad), los consumidores hemos salido perdiendo: la convivencia en los barrios, desaparecido ese nexo crucial, brilla por su ausencia, salvadas algunas excepciones, ya que es evidente que no todas las personas participan de las actividades de las AA.VV; igualmente hemos retrocedido en eso que se ha dado en llamar “atención personalizada” o proximidad al usuario; también se ha desdibujado bastante un valor que tenemos por fundamental: la solidaridad, y ello sencillamente porque, extinguido el “roce”, se desconocen los problemas de los demás. En este sentido, baste recordar las “juntas” que se hacían para sacar adelante altruistamente trabajos de algún particular, juntas muchas de ellas convocadas en la tienda del barrio: una cogida de papas, la echada de un techo, la limpieza de un estanque… Y aún podríamos añadir otros muchos efectos consignables en el “debe” de la desaparición de estas, al menos para quien suscribe, añoradas instituciones de confluencia comunitaria.
Desde los mostradores de las pocas tiendas de aceite y vinagre que van quedando (se calcula que en Gran Canaria sobreviven, estimación optimista, unas cien), nuestros tenderos y tenderas, entrañables personajes del ayer, perciben el futuro cuajado de negros nubarrones. Y ello porque el recambio generacional, como acontece en otros tantos casos, en general no va a funcionar. ¡Qué pena! Hasta la próxima semana, queridos radioyentes.
Compartir en redes sociales