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APUNTE 10/07/2012

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Esos incómodos nombres propios
Por Gonzalo Ortega
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Los nombres propios, se trate de los alusivos a personas o a lugares, tienden a fijarse en el uso. De ahí que, cuando uno de esos apelativos comporta el significado de ‘novedad’ o de ‘infancia’, se produzca con el paso del tiempo un efecto perverso de “impropiedad”, abonado por la inercia que impele al que lo utiliza.

Así sucede, por ejemplo, con los muchos topónimos que portan el adjetivo nuevo precedido de un sustantivo: Camino Nuevo (Las Palmas de Gran Canaria), Barrio Nuevo (San Cristóbal de La Laguna), Muro Nuevo (Teror), etc. No deja de ser paradójico que un lugar como el archiliterario Pont Neuf (‘Puente Nuevo’) que cruza el río Sena a su paso por París, con más de cuatro siglos sobre sus maltratadas espaldas, siga llamándose así. Como se ve, hay aquí una distorsión derivada del empleo de un adjetivo que por su propia naturaleza léxica está llamado a tener poco recorrido histórico. Acontece algo semejante cuando se usa un sufijo de diminutivo (designando ‘pequeñez’) aplicado a una especie arbórea que denomina un sitio. Así, por ejemplo, El Pinillo se entiende que es un lugar donde alguna vez hubo un pino de escueto porte. Pero, ay, los pinos crecen irremisiblemente, de manera que en el emplazamiento de marras hoy es posible que haya un pino descomunal, a pesar de la pervivencia de El Pinillo. Mas en el caso de los nombres propios de lugar, no se suele advertir tal impropiedad: así de mecánico y de inconsciente suele ser su uso por parte de los hablantes que los manejan cotidianamente.

¿Sucede lo mismo cuando el objeto de tal inexactitud es una persona, esto es, cuando estamos ante un antropónimo? Veamos: algo parecido a lo ya indicado para ciertos topónimos se da en algunos nombretes o sobrenombres del tipo El Niño, El Nene, etc., los cuales, por su propia designación, tienen un “periodo de caducidad” muy corto. Pero tal vez el caso más llamativo que podemos comentar se refiere a los nombres de pila con un sufijo de diminutivo agregado, que suelen emplearse en el ámbito familiar para llamar o nombrar a los niños. Dada la tradición de nuestros usos onomásticos, esta añadidura ha venido siendo algo casi obligado porque la presencia del mismo nombre de pila (con frecuencia asociado a la advocación religiosa del lugar) en varias generaciones de una misma familia requería de algún procedimiento diferenciador que lo convirtiera en cada caso en unívoco. Así, por ejemplo, en Gran Canaria, donde es normal el uso de –ito/-ita para aludir a las personas mayores (Pepito, Juanita), en lo que constituye una distinción a la par respetuosa y afectiva, se podía registrar la existencia familiar de un Antoñito (el abuelo), de un Antonio (el hijo de Antoñito) y de un Antoñín (el hijo de Antonio y el nieto de Antoñito), o de una Carmita (la abuela), de una Carmen (la hija de Carmita) y de una Carmina (la hija de Carmen y la nieta de Carmita). El problema surge cuando estos niños llamados con su nombre de pila en diminutivo se hacen adultos y se empieza a percibir como ‘impropia’ semejante forma de tratamiento. Me temo que aquí son dos las posibles reacciones de los así nombrados: hay quien se incomoda desautorizando de ese modo al atrevido (“Te he dicho mil veces que no me llamo Luisín, sino Luis”) y hay quien se siente halagado o “piropeado” (en parte ocurre lo mismo con la utilización del pronombre tú para dirigirse a alguien desconocido o, sobre todo, de más edad). La situación puede tener una difícil solución en el primer caso, porque los que siguen usando la forma en diminutivo tienen muy arraigada esa costumbre, por lo que están servidas las condiciones para el conflicto, al menos en los llamados usos apelativos, ya que no en los narrativos (cuando el aludido es nombrado pero no está presente). En el otro caso, visto el asunto desde una cierta neutralidad contemplativa, el efecto de cursilería puede ser insoslayable, ante el contraste entre el uso de una forma lingüística que denota infancia o, como mucho, juventud y las arrugas, por bellas que estas sean, que surcan o empiezan a surcar el rostro de la persona designada. Los nombres insólitos que hoy se les imponen a los niños hacen que el problema que suscitan los antropónimos usados en diminutivo posea una dimensión bastante menor.

Las situaciones incómodas e indeseadas que acabamos de describir se dan también a propósito de los llamados hipocorísticos: esas reducciones o conversiones del nombre de pila, que destilan cercanía y llaneza (Conchi, Peyo, Luismi, Yaya, Toni, Lelo, Tere) y que, tal y como suele quedar registrado en la memoria sentimental de muchas familias, las ha instituido a menudo la balbuciente habla infantil (el famoso baby talk de los lingüistas). Hasta la semana próxima, queridos radioyentes.

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