La lectura en voz alta Por Gonzalo Ortega |
Digámoslo de entrada y sin rodeos: en España, en general, y en Canarias, en particular, se lee mal en voz alta. La frecuente desatención de esta destreza en la enseñanza primaria y, sobre todo, en la secundaria ha determinado que hasta los propios universitarios tengan un dominio deficiente de esta importante actividad.
En muchos casos, este ejercicio sólo es practicado en el estadio más elemental del aprendizaje escolar, superado el cual se renuncia a todo objetivo de perfectibilidad en algo que, para realizarse bien, ha de correr paralelo a la evolución psicológica de los alumnos. Y es que muchas veces se concibe la actividad lectora en el sentido restrictivo de ‘entender el que lee lo que está escrito’ (cualquier lectura, si no es comprensiva, es más bien cosa de autómatas) y no en el de que ‘los demás entiendan cabalmente aquello que se lee en voz alta’. En su ensayo sobre “La afectividad en el lenguaje”, Vicente García de Diego se lamenta de lo mal que se lee en voz alta en nuestro país: “Lectores lo tenemos que ser todos, y bien merecería la pena aprender un oficio que todos en la vida hemos de cumplir (…). Asombra oír en las lecturas públicas y solemnes, y hasta en discursos académicos, la lectura desgranada, pareja de la canturía apagada de un auto procesal, reducida a un palabreo adormilado que acuna la desatención de los oyentes”.
Pero leer en voz alta no equivale ni a recitar ni a declamar, tareas ambas nobilísimas pero distintas en sus fines y en su oportunidad. No. Ya queda dicho en palabras atinadas de García de Diego que la lectura, para ser escuchada y considerada interesante por un auditorio singular o múltiple, ha de poseer un componente afectivo, aunque ha de rehuir toda afectación. Ha de ser natural y cálida a un mismo tiempo. Tampoco se debe en tal ejercicio hacer dejación del acento regional o de la fonética propia (excluidos los vulgarismos y los acentos secundarios postizos, tan comunes en la clase política), pues, amén de ser ello artificioso, la sensación de pedantería sería inevitable. Pero, además de afectiva, y con primacía sobre este rasgo, la lectura en voz alta debe ser inteligible. Tal requisito, elemental si bien se mira, resulta contravenido con más frecuencia de la imaginable, incluso por quienes creen dominar este tipo de comunicación verbal. Es claro que, sin respetar una correcta vocalización, las pausas significativas y específicas, los matices interrogativos, exhortativos, dubitativos, etc., resulta punto menos que imposible hacerse entender. En tales casos, no se le deja a quien escucha otra salida que la de refugiarse en la lógica y en el sentido común —con los riesgos que ello entraña—, cuando no se le sume en la incomunicación absoluta. Muchos desaguisados jurídicos, políticos o de cualquier otra índole no se hubieran producido si el lector de turno se hubiera mostrado competente. Y qué decir de la situación particular de nuestro archipiélago. Acaso sobre cualquier otro comentario si referimos la circunstancia, más habitual de lo que puede imaginarse, de que muchos de nuestros alumnos universitarios se niegan en redondo a leer algo en voz alta, sin duda por la escasa seguridad que tienen en salir airosos del trance. Vuelve a plantearse aquí la evidencia de que en las etapas básicas y generales del aprendizaje se descuida, aunque haya excepciones más que honrosas, la ejercitación de esta actividad primordial.
En una región como la nuestra, poseedora al decir de algunos estudiosos de una fonética de articulaciones relajadas, sobre todo en el consonantismo, la urgencia de empezar a tomarse este asunto en serio en los estamentos educativos pertinentes debe proclamarse a los cuatro vientos.
El espectáculo poco edificante que suscita la manera de leer de no pocos de nuestros locutores de radio y de televisión, o lo ininteligibles que resultan a veces las letras de las canciones interpretadas por grupos folclóricos canarios (por citar dos ejemplos tan solo), quizá se expliquen en buena medida por la desatención de que ha venido siendo objeto escolarmente la lectura en voz alta. Algo parecido les sucede a algunos políticos, cuyos asesores de imagen se ven obligados a reducirles al mínimo sus lecturas públicas, habida cuenta de la escasa destreza que muestran en tal terreno.
Terminaremos con unas palabras de Unamuno (“Lectores de español”), en las que el viejo rector de la Universidad de Salamanca se felicita de lo bien que leían los aspirantes que hubo de juzgar en una oposición y del avance experimentado en tal habilidad con respecto a sus años moceriles: “Y los hay que saben leer —en voz alta, ¡claro!— bien y con sentido, lo que tengo por prueba definitiva de buen entendimiento bien cultivado. Cabe decir que buen lector es buen entendedor y, por tanto, buen explicador”.
Mucho tendríamos que esforzarnos en nuestras calendas para compartir en este terreno el optimismo de don Miguel. Hasta la semana próxima, queridos radioyentes.
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