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APUNTE 05/06/2012

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¡Que bien hablan los hispanoamericanos!
Por Gonzalo Ortega

En España existe la impresión general de que en Hispanoamérica se habla mejor el castellano que en esta orilla del Atlántico. Así, se piensa a menudo que allá (¡incluso los niños!) utilizan un vocabulario más rico y preciso, que se expresan con mayor fluidez, que muestran una notable seguridad, que articulan el discurso con menos artificio…

De entrada, conviene dilucidar si esa opinión se corresponde con un estado de cosas real ─no mítico─ y, en caso afirmativo, qué causas lo explican. Para empezar, hay que tener en cuenta que no suele haber una cerrada unanimidad, ni siquiera entre los lingüistas, acerca de lo que sea “hablar bien”. Pero obviemos por hoy esta espinosa cuestión.

La primera observación que se ha de hacer es que el español de América abarca un territorio tan vasto, que toda generalización resulta arriesgada: por ejemplo, son muy diversos ─sobre todo en la pronunciación─ el castellano que se habla en Las Antillas y el empleado en Los Andes, el rioplatense y el centroamericano. Por su cercanía a la escritura, el mejor valorado suele ser el del altiplano andino.

En cuanto a cuáles serían las razones que explican esa “impresión general” de que hablábamos al principio, cabe decir, en primer término, que el español de América es más arcaizante que el europeo (lo mismo sucede en paralelo con el inglés y con el portugués). Ello hace que, en el vocabulario usual de Ultramar, encontremos palabras o expresiones que los españoles ya solo podemos leer en los textos literarios o, como mucho, escuchar en boca de los hablantes más longevos, lo que de inmediato suscita un juicio laudatorio.

Otro de los motivos que influyen en este enaltecedor concepto es que entre los hispanoamericanos existe un mayor gusto por el “buen hablar”, seguramente producto de una atinada concepción de la enseñanza de la lengua, heredera a su vez de las ideas sembradas por figuras señeras de la dialectología hispánica como Andrés Bello o Rufino José Cuervo. Entre nosotros, todo esmero verbal ─que no debe confundirse con la preocupación enfermiza por hablar correctamente─ es interpretado de inmediato como pedantería, siendo así que la verdadera pedantería consiste en atiborrar las mentes infantiles y juveniles de una abstrusa jerigonza gramatical y en hurtarles, por tanto, a los escolares la ejercitación en las posibilidades lúdico-literarias del idioma (teatro leído, recitación, declamación, creación y memorización de textos…). Por estos pagos solemos dar por bueno todo hecho idiomático “con tal de que se entienda”, sin tomar en cuenta que, siguiendo esa lógica, tendríamos que elevar a la más alta consideración cualquier gesto elemental, por simiesco que fuera.

Igualmente, la coexistencia de modelos lingüísticos regionales y nacionales en España, especialmente en algunas regiones (Andalucía, Canarias, Extremadura, Murcia), conduce a muchos hablantes españoles a un frecuente titubeo, al tener que habérselas con una norma escindida, casi esquizoide. Ello explicaría, por ejemplo, la tendencia creciente de algunos canarios a imitar rasgos foráneos, sobre todo entre aquellos que están menos ideologizados en lo vernáculo. La mayor homogeneidad lingüística interna de muchos países hispanoamericanos, hija de su juventud, junto a la condición de ser naciones independientes, hace que el modelo a seguir sea inequívoco, lo que termina por infundirles a sus usuarios una llamativa seguridad al hablar.

El modo adocenado de expresarse de políticos, periodistas y personajes de la farándula audiovisual, con las excepciones de rigor, también está haciendo no poco daño en España. En la América hispana, al menos en ciertos países, esa nefasta influencia se manifiesta más atenuadamente, por la sencilla razón de que los medios masivos de comunicación no poseen allí tan desproporcionado impacto social.

Habría, en fin, una razón de entidad menor que las anteriores, pero no desdeñable: los hablantes de todo lugar y de toda condición tendemos a juzgar con más severidad la variedad idiomática propia que las ajenas. Digamos que la tabla axiológica que solemos aplicar es distinta en uno y otro caso. Sin ir más lejos, a los canarios a veces nos piropean desde fuera diciéndonos que “hablamos cadenciosamente”, pero ese tópico no nos deja satisfechos. La modalidad andaluza, por su parte, es tildada con frecuencia de “creativa” y “chispeante”, pero está mal conceptuada por sus propios usuarios nativos. Así somos. 

El apresurado cuadro que hemos pintado se completa con algunas otras pinceladas. El hablar zalamero de muchos hispanoamericanos ─que se basa en el uso frecuente del diminutivo y de otras fórmulas afectivas─ o su relajada fonética consonántica son dos ejemplos. Algún otro ingrediente igual del dulzón pudiéramos añadirle a este ajiaco con difuso sabor a añoranza, pero por esta vez lo dejaremos reposar en la alacena. Hasta la semana próxima, queridos radioyentes.

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